Javier Cacho Gómez

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Javier Cacho es físico, científico y escritor. Ha sido investigador de la Comisión Nacional de Investigación Espacial y miembro de la Primera Expedición Científica Española a la Antártida, a donde regresó en otras cinco ocasiones. Ha sido colaborador de la Comisión Interministerial de Ciencia y Tecnología y Secretario del Comité Nacional de Investigación Antártica. En los últimos años ha sido Director de la Unidad de Cultura Científica del INTA. Siempre ha compaginado su trabajo con la divulgación, en los últimos años ha escrito varios ensayos sobre exploración polar, pronunciado conferencias en muy diversos foros y participado como “guía científico” en diversos viajes al norte de Finlandia y Groenlandia.

Tras tantos años trabajando en un centro de investigación espacial, ¿cómo ves el futuro de la exploración del espacio?

Siempre es difícil hacer estimaciones de cómo se va a desarrollar un tema en el futuro. Normalmente el margen de incertidumbre es amplio y por eso, cuando se mira de forma retrospectiva, la mayor parte de las predicciones han sido erróneas. Sin embargo, no creo que éste sea cuando se trata de intuir cuál puede ser el futuro de la exploración espacial. Mi opinión en este tema es que, con total seguridad, la exploración del espacio es imparable.

Hay dos razones que afianzan mi seguridad de que no podría ser de otra manera. La primera son los numerosos beneficios – que los desarrollos tecnológicos de la industria espacial han tenido y tienen en nuestro mundo. Unos son “directos” y otros podríamos llamarlos “indirectos”.

Entre los primeros tenemos las redes de satélites que rodean nuestro planeta y que se emplean para telecomunicaciones, navegación y teledetección. En cualquiera de estos tres campos los avances han sido tan sorprendentes que podemos hablar de un antes y un después. En la actualidad nadie se imaginaría nuestra vida sin poder comunicarnos de forma instantánea con el rincón más recóndito de la Tierra para mandar un whatsapp a un amigo o recibir imágenes de un partido de futbol. El sistema de posicionamiento global (GPS por sus siglas en inglés) guía nuestros aviones y barcos o nos permite adentrarnos con seguridad en la naturaleza; y pronto sistemas más sofisticados con precisión de centímetros, como el europeo Galileo, podrán utilizarse para hacer que los coches circulen sin necesidad de conductor. En cuanto a los satélites de teledetección, además de recoger imágenes de lugares inaccesibles, informan del estado de las cosechas, de los cambios climáticos o nos alertan del vertido de sustancias contaminantes en el mar, ríos, tierra y aire.

También están los satélites meteorológicos, que nos permiten hacer un pronóstico más exacto del tiempo y, aunque no es posible evitar las olas de frío o las inundaciones, al menos nos ayudan a minimizar sus devastadores efectos.  Por otra parte, también disponemos de otra red de satélites que, en cuanto reciben una señal de socorro procedente de la radiobaliza de un barco o avión, ponen en marcha a los equipos de salvamento para tratar de rescatar lo antes posible a las personas que sufren esa emergencia.

En cuanto a los beneficios indirectos, la NASA estima que más de 1.000 productos que surgieron en la tecnología espacial, los empleamos a diario en nuestra vida cotidiana. Tal es el caso del código de barras, indispensable en el comercio; del teflón que recubre sartenes y cacerolas y hace más sencillo cocinar; de los cierres de velcro que sustituyen a cordones, corchetes y botones en la ropa; de los populares aparatos de microondas de nuestras cocinas… estos productos abarcan un amplio abanico de campos. Desde equipos médicos de hospital a nuevos tejidos para trajes de bomberos, pasando por marcapasos, pinturas anticorrosión, pañales, detectores de humo…

Por si todo esto fuera poco, se calcula en más de 30.000 las aplicaciones que dependen de tecnologías espaciales. Realmente sin todas las tecnologías derivadas de los desarrollos espaciales, nuestra sociedad sería muy diferente a la que conocemos en la actualidad. Y todo esto bien lo saben los gobiernos, que consideran a la industria espacial como uno de los más importantes motores del avance tecnológico de un país, dado que los descubrimientos y nuevos desarrollos en este campo se extienden con gran rapidez por todo el tejido industrial y contribuyen a fabricar productos tecnológicamente más avanzados y en definitiva al progreso económico de todo la sociedad. Esto es lo que llevó en su día a una serie de naciones europeas, entre las que se encuentra España, a crear la Agencia Espacial Europea (ESA, por su siglas en inglés), con el objetivo de coordinar sus esfuerzos en este campo y aprovechar las sinergias que ofrece la cooperación en tecnologías avanzadas.

Algo que, posiblemente, llevemos en los genes

La segunda de las razones que me hacen ser optimista con el futuro de la exploración espacial no tiene nada que ver con las nuevas tecnologías, sino con los sentimientos más antiguos del ser humano: la sed por explorar.

Desde los albores de la civilización, los hombres se han preguntado qué había detrás de las montañas que rodeaban el valle donde vivían. Y esa curiosidad les llevó a traspasar esas fronteras físicas y “ver” lo que había allí, incluso a riesgo de su propia vida. Gracias a esa disposición (que a veces para algunas personas se convierte en una necesidad vital), nos fuimos extendiendo por todo el planeta, atravesando ríos, desiertos y las grandes masas oceánicas. Subiendo a los picos más inaccesibles, internándonos en las selvas más impenetrables y avanzando hasta el corazón mismo de las zonas heladas. Ni el hambre, ni la sed, ni los peligros, ni el frío o el calor han sido obstáculos para ese ansia de conocer del ser humano. El resultado es que nos hemos extendido por todo el planeta, incluso hemos conquistado el aire y nos hemos sumergido en la profundidad de los mares. Sólo nos queda una cosa: el espacio.

Quién de nosotros, en una noche serena y despejada, no ha sentido la atracción del firmamento estrellado. Quién no ha notado que su mirada vagaba de una parte del cielo a otra, buscando algo a lo que no hemos sabido poner en palabras. Quién al mirar esa negra cúpula salpicada de titilantes luces no ha querido poder viajar, penetrando esa oscuridad. Quién no ha podido evitar el preguntarse si estamos solos, o incluso quienes somos o adónde vamos.

Desde los albores de los tiempos el ser humano, al elevar la mirada al cielo en la noche, no ha podido ni evitar hacerse esas preguntas, ni volar con la imaginación hacía esos mundos distantes que nos atraen poderosamente. Conseguimos llegar a poner el pie en la Luna, pero eso no colmó nuestra ansia por explorar, nuestra sed de aventuras. Queremos avanzar un poco más, dar el salto a los planetas más próximos, sobrevolar todo nuestro Sistema Solar y, por qué no,  seguir explorando hasta saltar al infinito.

Por eso estoy firmemente convencido que la exploración espacial no puede detenerse. Llevamos grabados en nuestros genes el espíritu de curiosidad -que es el auténtico motor de la ciencia- y el ansia por explorar. Y nada ni nadie podrán evitar que se siga manifestando en las generaciones futuras, al igual que lo han estado haciendo en todas las  pasadas. Ojalá que no se rompa esta cadena de avance inmemorial, de búsqueda incesante, de exploración sin límites, ni por tu eslabón ni por el mío.